La gran aventura de Hans y la sombra que ríe

Había una vez, más allá de los mapas y más acá de los calcetines perdidos, un rincón del universo llamado Isla Coco-Tosea. Allí vivían los Snurkelianos, una panda de seres extraños, valientes y un poco chiflados. Pero esa mañana, algo cambió.
El cielo bostezó.
Y del bostezo, cayó una Sombra Luminosa, una criatura que brillaba como luciérnaga triste y reía sin parar… pero con una risa que no hacía cosquillas, sino que apagaba los colores. Los cocos perdieron su sabor, las flores se volvieron grises y hasta los arcoíris empezaron a marcharse a otros cielos.
Solo uno podía verla con claridad: Hans, el gnómito biomecánico de un solo ojo giratorio. No era ni fuerte, ni veloz, ni muy listo. Pero veía lo que otros no veían, y eso lo hizo el elegido.
Con su maceta-sabia susurrándole proverbios en latín inventado, Hans supo que para atrapar a la Sombra que Ríe, necesitaría la ayuda de sus amigos. Cada uno debía encontrar y usar su habilidad más profunda, esa que nadie más poseía.
Primero fue Zumba, el explorador de las alturas horizontales. Zumba no caminaba: saltaba. Pero no hacia adelante ni hacia arriba, sino hacia el revés. Dio un salto triple invertido desde el borde del horizonte, flotando cabeza abajo mientras recitaba un poema con los pies, moviendo los dedos como si escribiera en el aire. Las palabras, al salir, se convertían en aves de letras que volaban buscando pistas de dónde se escondía la sombra.
Mientras tanto, Pato-Cactus cerró los ojos y apuntó al cielo. Con un suspiro de espinas, comenzó a lanzar sus púas al viento. No al azar, no con rabia. Las lanzó siguiendo el ritmo del corazón de la isla, y poco a poco, las espinas se alinearon solas en el aire, formando una brújula flotante. La brújula no apuntaba al norte, sino al dolor escondido, el lugar donde la sombra se refugiaba entre risas huecas.
Plúpido el Miedoso temblaba como gelatina con frío. Pero todos sabían que, si lograba superar su miedo, era capaz de cosas que nadie imaginaba. Entró solo en la Cueva del Eco Triste, donde cada paso que dabas devolvía tus inseguridades susurradas por mil voces. Allí se encontró con su reflejo, encogido, temblando. Lo miró… y lo abrazó. El reflejo, al ser aceptado, estalló en luz. Y la cueva, por primera vez, no devolvió un eco… sino un canto.
Platanodrilo, el sabio tropical, llegó hasta la Puerta del Silencio, un lugar donde los sonidos se quedaban dormidos. Allí vivía el Monstruo Sin Ruido, una criatura enorme, triste y muda. En vez de luchar, Platanodrilo se sentó, sacó sus gafas de lectura y le leyó un cuento suave, uno sobre abrazos de sopa caliente y amigos con cola de nube. El monstruo lloró lágrimas dulces que cayeron al suelo como caramelos que despertaban los sonidos dormidos.
Y por último, Mito Shito, el más pequeño y más enigmático, se subió a una piedra y alzó uno de sus mágicos pins. Pinchó el aire mismo y, contra toda lógica, el tiempo se detuvo por un segundo. En ese segundo congelado, Hans vio a la sombra en su forma verdadera: una carcajada atrapada en un recuerdo.
Con todo listo, Hans dio un paso adelante.
No corrió. No luchó. Solo se acercó y le cantó a la sombra una canción en reverso, un canto lleno de ternura rota, como cuando alguien ríe y llora al mismo tiempo. La Sombra que Ríe se estremeció. Y al fin, soltó su último color robado. Se deshizo en pétalos de luz que cayeron como lluvia amable sobre la isla.
Los cocos recuperaron su dulzura. Los arcoíris regresaron con trompetas. Y Hans… Hans giró su ojo y dijo:
—»Snurkel cumplido.»
Desde entonces, cada año, los Snurkelianos celebran el Día del Bostezo Celeste, en el que ríen a carcajadas, abrazan sus reflejos, y lanzan espinas al viento… por si acaso.
Epílogo:
Un niño que escuchaba la historia de Hans desde su cama, con los pies tapados y la nariz descubierta, exclamó:
—¡Mamá! ¡Quiero ser como Hans! ¡Quiero tener un ojo que gira, una planta sabia en la cabeza y ver las cosas que los demás no ven!
Y su madre, que guardaba un pin brillante en el cajón de los calcetines desparejados, le acarició la frente y le dijo:
—Entonces, hijo mío… solo cierra un ojo, respira hondo y mira con el corazón.
Porque si ya puedes ver lo invisible, ¡ya eres un snurkeliano de verdad!Luego le puso una maceta pequeñita con una suculenta en la cabeza y apagó la luz, dejando encendida la imaginación.